Conversaciones incómodas

Por David Loría Araujo (dloriaa@hotmail.com)

Sucedió en noviembre, o tal vez a finales de mayo. ¿Ocurrió durante el verano? Así de incierto y pantanoso ha sido el cálculo del tiempo tras la llegada del virus. Quise retomar el contacto y me di cuenta de que el esfuerzo ya era inútil. Me había eliminado de sus redes sociales.

Brotó la ansiedad y comenzó el juicio. Viajé en la memoria: nunca fuimos tan cercanos; me contó que adoptó un gato; el último mensaje fue mío; alguna vez intercambiamos fotos íntimas; no le iba tan bien en el trabajo. ¿Fue por algo que hice u omití? ¿Cuándo exactamente comencé a distanciarme? ¿Dónde estuvo mi desliz? Y no menos importante: ¿soy responsable y debo reconocer un traspié o de nuevo creo que TODO gira alrededor de mí? Le escribí sin respuesta y, por salud mental, elegí no insistir.

La pandemia nos dejó –nos sigue dejando– secuelas que aún están latentes y todavía no se manifiestan: padecimientos nuevos, fobias anónimas, cansancios longevos y… vínculos truncos. Nuestra red se redujo, nuestra burbuja de apoyo sufrió un reajuste y, por lo tanto, muchas relaciones mutaron. A pesar de verles a través de las pantallas, perdimos frecuencia afectiva con ciertas amistades, familiares y colegas.

No es un hecho aislado: ahora que lees esto estás pensando en una situación así o en algún rostro específico. Yo tengo en mente a tres personas a la vez. Conversaciones archivadas, notas de voz que aguardan, reacciones de Instagram traspapeladas, encuentros cancelados de último minuto.

Mientras vamos saliendo de esa laguna mental y entumecimiento atípico, tendremos que sostener conversaciones incómodas para remendar nexos dañados. Decir “necesitaba mi espacio”, “fui poco asertivo”, “te perdí la pista”, “asumí sin preguntar”, “supe todo lo que pasaste”, “me dolió que no escribieras”, “aquí estoy”.

 Tengo la certeza de que yo fallé. Podría asegurar que no entendí cómo reaccionar. Sospecho que no contaba con las herramientas suficientes para procesarlo todo al mismo tiempo. Ninguna condolencia era suficiente para quienes perdieron a un pariente o a sus dos abuelas; todo acompañamiento era vago para quien hospedaba la enfermedad en su casa.

Esto no es excusa, apología o mensaje encriptado. Este texto no concede lugar para la autocompasión ni pretende parchar nada. No se propone desatar paranoias ni detonar tristezas ni exprimir la culpa, pero está claro que ya podemos comenzar a enviar esas señales de saludo, apapacho, sintonía o disculpa.

Hace poco me reuní con mi mejor amiga para comer chilaquiles y le propuse platicar. Es decir, que cruzáramos la frontera del chisme al “tenemos que hablar”. “Desde hace varios meses, te quejas mucho de mí frente a otras personas y eso me hace sentir… pequeñito”, expresé. “A veces, no me ves. No me miras a los ojos cuando conversamos y eso me hace sentir… invisible”, replicó. Hablamos –lloramos– y nos dijimos otras cosas que no vale la pena ventilar aquí. Reafirmamos que la amistad se trata de acompañarse, de hacer en equipo la vida más llevadera.

Hay que tener conversaciones incómodas y recalibrar distancias. Hay que hurgar en los silencios pandémicos y reconstruir a nuestro ritmo, con cuidado y cariño. Hay que ejercitar nuestra capacidad de asumir, asimismo, que muchos de esos diálogos seguirán postergándose, como todo tipo de intercambios corporales pendientes.

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