Sobre la mar

Por Alonso Millet

La miro fatigado, tumbado en mi hamaca, mecido por la brisa que emana sus adentros. Su cuerpo acuoso parece estar siempre en expansión; las olas tragan y escupen cuanta arena se cruza en su camino, inhalando y exhalando los millones de granitos y conchas, las toneladas de sargazo a lo largo y ancho de la costa. “Es infinita”, pienso, no obstante sabiendo su limitante físico: la circunferencia de la tierra. Sí, la mar tiene su empaque, su frontera. Aún así, es infinita. Porque es ella cuna de historias contadas y por contar; guarida de animales conocidos y por conocer.

Pero ¿qué es la mar? La pregunta sale a flote mientras mis ojos persiguen detenidamente el vuelo de una gaviota, que va de barca en barca pidiendo a chillidos las vísceras que los pescadores avientan en la orilla, restos de las presas que darán sustento a sus familias. Para ellos, la mar es proveedora de alimento, de vida. Esto último deja ambigua la referencia a ella como una simple maquina de abastecimiento; es, por el contrario, una madre: de sus tetillas saladas maman los marinos mientras son arrullados por el vaivén de sus olas.

Es la mar una madre libre de prejuicios que ama a todos por igual. Da y sólo eso, pues las condenas e infortunios que dentro de su masa suceden le son impropias; de éstas son responsables el viento y la tierra, entes ligados y ajenos a ella por igual, enfrentados constantemente por el dominio del espacio. Quien perece en la tormenta es víctima del viento; quien lo hace ante un devastador tsunami, es a punta de espada de la tierra y sus temblores. Mas nadie sucumbe a expensas de la mar.

¡Oh, pero cómo puedo decir eso cuando miles de nuestros hermanos han sido ahogados por sus aguas; habiendo tantas feroces criaturas merodeando en su vientre que trituran entre sus fauces los cuerpos terrestres de nuestra especie; y cuántas embarcaciones naufragadas a costa de sus arrecifes…! Mierda. Eso es pura mierda, mentiras de los amantes de la tierra desabrida, sin sustancia; lejos de la brisa salada, de los murmullos de las palmeras y el graznido de las aves marinas. Porque no es la mar quien hunde a los seres, sino el mismo peso de éstos; no son trampas sus corales, sino generadores de vida; y tampoco son los tiburones, ballenas o medusas sus secuaces, sino sus hijos, nuestros hermanos. Y como familia peleamos, dañamos nuestros organismos; empero, son estos tan sólo la parte material de algo mucho más íntimo y que da carácter a nuestra relación: la sobrevivencia.

En esta línea, somos nosotros también alimento de las criaturas marinas y, por tanto, parte elemental de su composición y funcionamiento; unos en los estómagos de otros nos complementamos y unimos como uno mismo: el pez adquiere nuestras propiedades y nosotros adquirimos las suyas, transfigurándonos en un ir y venir del agua a la mesa y de la mesa al agua.

Así mismo, la mar es nuestra mayor animadora. Ante el calor, nos sumergimos en su frescura; para contrarrestar el aburrimiento, nos llama a la aventura. Su esencia infinita tiene como atributo lo desconocido, la incertidumbre, misma que motiva su exploración y adentramiento en la inmensidad de sus aguas azules o verdosas, cafés o transparentes.

Muchas cosas quedarán sin decir sobre la mar. Su misterio es la cúspide de su encanto. Como hijo suyo, lejos de la costa mi cuerpo se reseca; sin embargo, por mayor que sea la distancia que nos separa, ella se manifiesta constantemente en mi entorno: lo hace en los libros, películas y música; lo hace en la Historia, en la mitología; en los susurros de la naturaleza; en mis recuerdos y, sobre todo, en mi nostalgia.

La mar… Algún día volveré a su lado. Algún día me convertiré en un viejo lobo suyo.

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