Se detuvo y ya sin sus pasos oía cómo se movía el silencio.
Clarice Lispector.
Sentado en el balcón de su departamento, un segundo piso, observa las enormes palmas del andador. La avenida, siempre ruidosa, pertenece a una de las zonas con menos sueño de la Ciudad de México. A su lado se encuentra Juan, su primo y roomie.
Él, Felipe, al igual que Juan, no es originario de la capital. Nacieron y crecieron al sureste del país, en la península de intensos calores. Ahí, donde la flora y los ríos de concreto no son tan predominantes –aún– como en la gran metrópoli y el tráfico no resulta tan asfixiante, los silencios «resuena[n] como una nostalgia [que] estimula el deseo de una escucha pausada del murmullo del mundo»[1]. La costumbre de pasar la tarde, tomar el fresco, dar cuenta minuciosa del entorno, presenciar el sol caer por el horizonte, es síntoma de ello.
Tanto Felipe como Juan siguen con dicha práctica tras mudarse a la Ciudad de México, donde pocos citadinos apenas se dan un momento para regar las plantas –o siquiera tener unas– de sus departamentos o casas. El tiempo transcurre distinto; el constante movimiento de las millones de almas y vehículos hace que el ruido suba o baje, pero siempre permanezca. Y, sin embargo, hay silencio.
Calma dentro de la tormenta, sueños profundos conviviendo con estridentes ronquidos: así concibe Felipe al mundo desde su balcón. El balcón: un ojo de agua dulce en pleno mar, un oasis en medio del desierto. No era precisamente el mejor lugar para ver el atardecer o disfrutar de la brisa y el sol; ya hace tiempo se había resignado a ello. Empero, en las calles encontraría sustitutos para llenar el vacío de sus contemplaciones cotidianas.
Sin caer en voyerismo, disfruta observar a los transeúntes: ¿a dónde se dirigen?; ¿qué harán?; ¿les esperará alguien en casa?; ¿abundará en ellos la alegría? ¿Tristeza, quizá? ¿Odio?; ¿qué no dirán a sus familias, amigos o colegas? Silencios dentro de abrumadores sonidos; silencios repletos de palabras; porque no basta con callar: esconder, hablar sin decir nada, también es imponer mutismo. Lo que hace Felipe no es simplemente cerrar la boca y evitar palabra alguna: aguza la vista, los oídos, y presta atención.
Juan no logra entender aquello. Si bien pasa el mismo tiempo que su primo en el balcón, pocas veces se interesa por el flujo de vida más allá del barandal. Por el contrario, mientras Felipe se hunde en historias ambulantes y efímeras, él acostumbra a poner música, ver películas o repasar una y otra vez sus redes sociales. Calla, pero sólo escucha ruidos, nunca silencios.
Lejos del balcón, el escritor intenta descifrar desde su computadora el enigma que él mismo ha planteado: ¿qué diferencia a Juan de Felipe? ¿Existe una razón por la cual uno perciba la sonoridad del silencio y otro no? Las respuestas parecen no estar trazadas todavía; «deben encontrarse en el porvenir no redactado de aquella tarde», piensa el escritor; luego retoma su obra:
En dado momento, Juan comienza a platicarle algo a Felipe, mas éste hace caso omiso de sus palabras. Enojado, le da un coscorrón para avivarlo. «¿Me estás escuchando, cabrón?», le pregunta a su primo, quien responde con tranquilidad un decidido: NO. «¿Y entonces a qué?», replica. Felipe contesta rotundamente: a todo…
Pausa; si Felipe escucha todo, ¿no estaría el ruido sobreponiéndose al silencio? El escritor vacila, pero confía en que las ideas nacientes harán lo suyo. Sabe que no es posible imaginar el silencio sin sonidos de por medio… ¡eso es! Por un momento había intentado separar un concepto del otro, cuando todo este tiempo se ha tratado de una relación dual: ruido y silencio formulan ese todo que Felipe escuchaba… ¿y cómo ha llegado a eso; cómo ha logrado escucharlo todo?
La misma pregunta le hizo Juan a Felipe. Éste piensa unos minutos antes de dar una respuesta. Mientras tanto, el escritor recuerda aguzar los oídos y la vista; entonces comprende: así como ruido y silencio se complementan, también lo hacen visión y escucha.
Tal proposición explicaría el camino que Felipe tomó hacia la clarividencia auditiva del todo: al entrar en silencio… ¡eureka! El escritor ha dado en el clavo: entrar en silencio; ¿y qué es eso? Un estado del ser: conociendo la imposibilidad del silencio absoluto, Felipe se inmuta, enfoca con la mirada un objetivo y escucha; luego repite la acción. Los sentidos se intensifican, vuela desde el balcón y se acerca en la distancia; entonces el silencio comienza a hacer ruido.
[1] Le Breton citado por Labreña, Ensayos sobre el silencio: Gestos, mapas y colores, 2017, p. 17.
