Vestíbulo

Departamentos 9 & 10

Observo a Gallo desde mi sala: meticuloso, escrupuloso, parsimonioso. Él también me mira: dice que puedo pasar horas sin moverme, tras el monitor (pero eso sí, en medio de un huracán de papeles). No se trata de un espionaje, sino de una confabulación. En el zigzagueante mes que hemos sido vecinos (mi estancia ha sido tan constante como la forma en que respondo por WhatsApp) cada saludo de una ventana a otra ha estado seguido por la invitación a escribir juntos, tomando cerveza, whisky o café.

Volví a Indiana 93, el edificio donde más feliz he sido en la Ciudad de México. Esta vez no padecí el visiteo que antecede a un nuevo alquiler. Bastó una llamada para estar de vuelta. La colonia Nápoles me recibió con todo su verdor, un tanto inusual en el monstruo metropolitano. Aunque hay que reconocer que no tiene tantas taquerías como la Narvarte, ni es tan popular como la Condesa –en las que también he vivido–, el nuevo-viejo barrio es tal vez de los pocos lugares a los que puedo llamar casa en el otrora Distrito Federal.

Antes vivía en el departamento 9, donde ahora vive Gallo. Ahora tengo la llave del 10. Pensé que extrañaría la costumbre de trabajar en compañía, el sonido cómplice de otras teclas, pero resulta que no. Que ahora es mi hermano con el que comparto la creación de textos y quien, además, no me deja entristecer. Con la insistencia que lo caracteriza –un ser tan ideático como un zancudo– me convenció de iniciar un nuevo proyecto de blog. El problema del nombre se resolvió rápido: después de que casi lo titulamos “Ya todos se están casando”, decidimos honrar la bonita coincidencia que nos reunió en el número 93 de la calle Indiana.  

En la laptop de Gallo se cocinan guiones, se coproduce un videoblog y se alimenta poco a poco una novela para adolescentes. En la mía se confeccionan diapositivas sobre gramática, artículos sobre literatura y a veces hasta cuentos. Ah, y la tesis. Esos documentos acompañan a las reseñas y entrevistas que publicaremos aquí cada semana. Yo, bajo el riesgo de que Gallo deje de hablarme si desisto; él, con el deseo de que en unos años este blog pague las chelas; ambos, con la esperanza de que sea un espacio para hablar de todos aquellos elefantes que quedaron pendientes. 

David Loría

Cocina

Cuando pienso en la cocina pienso en un espacio seguro, donde uno siempre encuentra algo caliente para curar las penas, un vaso de agua fresca para un viajero, donde se preparan los alimentos que nos mantienen vivos y generan sobremesas que se prolongan hasta el anochecer. Es casi como un lugar mágico: un punto de creación, donde con poco se hace mucho y surgen los remedios caseros para cualquier mal. La cocina es un espacio democrático, donde nadie se siente más, menos o apenado sentándose en la misma mesa de latón, con sillas de plástico amarillo. La cocina es un punto neutro, donde las abuelas esconden los tesoros de chocolate que nos dan cuando los padres no están pendientes, poniéndose el dedo en los labios pidiendo complicidad en el silencio. La cocina es el lugar donde uno puede oler el amor con un ligero aroma a café por las mañanas o caldo de pollo recién hecho cuando alguien se siente mal. La cocina es un universo donde todo el mundo está cómodo y donde siempre hay algo para recibir a quien llega. 

Este espacio es una serie de microhistorias que pasan en la cocina, porque es sólo ahí donde la confianza sale con cada sorbo de quienes beben café, té, cerveza, mezcal o cualquier cosa que haya para compartir.  Es a través de la microhistoria, real o ficticia, que comprendo, desde lo mío y lo nuestro, la compleja, magnánima y lejana realidad que nos acontece. 

Renata Millet